Hoy vuelvo con una de esas metáforas que hace tiempo tengo abandonadas: las etiquetas que tenemos tras la puerta. A veces escondidas, a veces deseando que alguien las vea…
¿Alguna vez te has sentido diferente? Seguro que sí, siempre hay alguna situación en la vida en la que la mayoría de la gente sabe o habla de algo de lo que tú no tienes ni idea.
En realidad todos somos diferentes, así que simplemente tomar consciencia de ello no representa ningún problema. Al fin y al cabo siempre puedes encontrar a otro grupo de iguales a ti. Otros distintos a los que se rieron pero similares a ti.
¿Alguna vez te has tenido la sensación de ser raro?
Porque desde mi punto de vista no es lo mismo. Es como estar dentro de una habitación con un mensaje escrito en la puerta que tú desde dentro puedes ver per quien pasa y deja la puerta abierta no sabe que está ahí cuando se marcha y la cierra tú vuelves a ver el mensaje claramente. Pocas personas se animan a entrar y aún menos cierran la puerta tras de sí. Pero si lo hacen es raro que presten atención en lo que se encuentran en ella para ver qué mensaje hay.
Otros raros, que saben lo que es eso, sí se animan, personas que te quieren de verdad también (aunque no todos se quedan). El mensaje (uno de muchos) que hay tras mi puerta es Trastorno Límite de la Personalidad y la habitación es mi cabeza.
El mensaje tras mi puerta no es más que una etiqueta que se inventó u montón de gente para agrupar a esos que eran «raros» como yo. Teníamos las mismas manías, cometíamos los mismos errores, pensábamos de forma similar y decíamos cosas parecidas.
A las personas nos encanta etiquetar y categorizar, nuestro cerebro está programado para ello y así poder reconocer rápidamente si algo es una planta o un mueble, amigo o enemigo, comida o basura…
Etiquetando que es gerundio.
En las personas ponemos otro tipo de etiquetas como: bebé llorón (también conocidos como de alta demanda), persona altamente sensible, géminis, malcriado, tragaldabas… así que me temo que nunca hay realmente un «antes» de la etiqueta solo que no sabemos qué significan esos garabatos en la puerta o nos dan absolutamente igual. Según salimos al mundo ya hay un «qué monada», «qué bien come», «llora demasiado» o «como siga así se va a convertir en una bolita».
Así que «antes de la etiqueta» es muy poquito tiempo. Siempre hay un «se parece a su madre, tío, vecino del quinto» o «es un niño muy movido, no hace siesta, no se le puede quitar el ojo de encima» y de ahí, con el tiempo, la preocupación y la aparición de ciertos profesionales por aquí y por allá podemos acabar marcando en la puerta de esa personita palabras como:
- Demasiado movido.
- Inquieto
- Maleducado
Cada etiqueta se graba de forma diferente en la puerta de cada uno. Es posible que cosas como «malo» o «desobediente» queden grabadas tan a fuego que esa persona pequeña se cree una identidad basada en esos adjetivos. La etiqueta que hay tras mi puerta, de la que te hablaba antes, es de las que te convierte en una persona diferente. Una de esas etiquetas estigmatizadas, si me apuras.
Mira tras la puerta.
Si se acerca suficiente tal vez vea marcada en pequeño, junto a otras etiquetas que me pusieron aquella que más problemas me da. La etiqueta de «rara» la adquirí rápidamente. Por cosas que ahora se consideran habituales pero antes no como conectarse a internet para leer historias escritas por fans. Eso en los 2000 no se llevaba. Ahora Wattpad saca libros como una editorial.
En principio me daba igual porque había otros raros conmigo y lo pasábamos bien, hasta que un grupo de personas comenzó a actuar como un grupo aparte. La exclusión es algo que a veces pasa de forma natural y otras deliberada. Dejar de interactuar con una persona porque te puede pegar sus rarezas puede parecer algo de patio de colegio pero al final ocurre igual en el instituto, en el trabajo y en grupos de amigos y familiares.
Los «raros» pueden ni siquiera encajar entre sí ni tener cosas en común, pero se unen en su soledad porque a nadie le gusta esa sensación.
Sentirte raro y solo.
¿Qué hice yo? Supervivencia básica. Una de: «allá donde fueres haz lo que vieres» y eliminé todo o que me hacía visiblemente rara y traté de encajar en el otro grupo, los que nos excluían. Que al final eran bastante parecidos a os raros pero como se sentían superiores por algún motivo no tenían la etiqueta de «raros». Tuve que andar con pies de plomo para que no me volvieran a mandar con el otro grupo.
Mis etiquetas tras la puerta:
La primera que alguien gravó en mi puerta, relacionada con la psicopatología, era pasajera: ahora la tienes, ahora no. En algún momento quedó sepultada bajo oro montón de adjetivos, nombres, apodos e insultos. Esa puerta da paso a un lugar que habla de nuestra historia vital y tras ella hay apuntadas coas a rotulador, otras con pósits que se terminan cayendo y siendo pisoteados, algunas están grabadas directamente en la propia puerta, formando parte de esta.
La siguiente vez que me pusieron una etiqueta dentro del ámbito psicopatológico no se ponían de acuerdo, así que escribieron unas cuantas a rotulador que no desaparecieron con el tiempo pero si se fueron difuminando creando un amasijo que finalmente acabó convirtiéndose en una más general. Así no se equivocaban.
Es como cuando vas al médico te dice que tienes un virus. Le preguntas: «¿Qué virus?» y no sabe cuál, pero tienen alguna solución genérica y te calma.
La tercera vez que me pusieron una etiqueta, diferente a las anteriores, tenían razón, pero no me dieron remedio alguno y la escribieron con tiza con la esperanza de que el propio tiempo la fuera borrando. No sé si esa fue la mejor solución, porque me sentí ninguneada, pero lo cierto es que con el tiempo, poco a poco, lentamente y con mucho dolor desapareció.
¿Qué haces con las etiquetas?
En su momento yo ya sabía lo que iban a escribir no había ido buscando una etiqueta que era obvia. Lo que quería era que me dijeran qué hacer con ella.
¿Me la tenía que quedar? ¿Pasar la mano haría que se difuminara antes? ¿Dejarla estar?
No tenían idea ni querían ser responsables de darme una solución que más tarde no funcionara. Y es que repartir etiquetas es muy fácil, lo complicado es quitarlas o cambiarlas por otras.
La cuarta vez yo iba con la etiqueta medio puesta, tenía idea de qué me ocurría y así se lo dije a la otra persona, que estuvo de acuerdo. Me la plantó en la puerta como si fuera de corcho con cuatro chinchetas llamadas «me-di-ca-ción» y me mandó a casa. Siguió ahí por mucho tiempo pero las puntas de las chinchetas se me clavaban y me dolían cada vez más. Cuando volví, tiempo después, y le dije lo mucho que me molestaban cambió las chinchetas por trocitos de celo donde se podía leer: «pas-ti-llas» y un esparadrapo en el que se leía «terapia». Entonces empecé a ver a una persona 30 minutos al mes en los que hablábamos sobre mi vida y mis muchas etiquetas acumuladas, pero no sirvió para mucho.
Las etiquetas no se ven:
A pesar de todo lo que iba arrastrando puse mi cara de persona funcional en una entrevista y conseguí un puesto de trabajo. Traté de que mis etiquetas no se asomaran por debajo de la puerta en ningún momento, de ser lo menos «rara» posible y puse todas mis fuerzas en seguir las pautas que me habían dado para deshacerme de la maldita etiqueta. Resultó que la muy maldita se alimentaba de la energía que le ponía a ello. Con tanto ir y venir, responsabilidades, cosas para ayer, prejuicios y falta de tiempo el esparadrapo de terapia se despegó y dejé de ir a esas reuniones mensuales que, si bien yo pensaba que no servían pasa nada, algo ayudaban.
Consecuencias de acumular etiquetas:
Aquello me llevó a una situación insostenible. Todas las etiquetas dolían cada vez que alguien entraba sin mirar y cerraban de un portazo. Los goznes se resintieron por el peso y la puerta empezó a dejar un surco en el suelo. Independientemente de quien o cuánto abriera la puerta el dolor se hacía cada vez más intenso.
El dolor se soporta hasta un límite. Pregunté a una persona si además de «pas-ti-llas» podía tomar algo más porque no podía con el dolor, el malestar y las pequeñas molestias que se iban acumulando día a día. Dependiendo de con quién hablara podía salir con una recomendación homeopática o aquello que yo ya sabía que me quitaba el dolor general, pero notaba cómo se iba clavando poco a poco: «me-di-ca-ción».
Sostuve como pude la situación hasta que «me-de-ca-ción» y «pas-ti-llas» sin terapia nono fueron suficientes y le dije a una de esas personas que se fijan en lo que hay tras la puerta: «quiero morir, duele mucho».
Pánico por las etiquetas:
Así me gané mi quinta etiqueta y monté por primera vez en ambulancia que me llevó al ala de psiquiatría e un hospital. Todos íbamos vestidos del mismo color: azul. Bueno, miento, los «raros» íbamos de azul y los «guays» llevaban bata.
Nunca he estado en una cárcel y espero no experimentarlo jamás, pero aquello se asemejaba bastante a lo que se podría esperar en una: no puedes poner ahí los pies, no te acerques a las ventanas, come contra la pared, siéntate, calla, obedece. Nos clavaban la «me-di-ca-ción» o os ponían «pas-ti-llas» sin decirnos qué eran ni para qué servían y en el caso de que te negaras a tomarlas había contención química (inyección que te dejaba KO y así te ponen lo que sea vía intravenosa) o mecánica (te ataban a la cama y cuando te cansabas de gritar y asumías que ellos tenían el poder, tomabas lo que te dieran.
Tras una semana en la que mi dolor no hizo otra cosa que aumentar, salí con un alta voluntaria peor de lo que había entrado per sabiendo que fuera no me tratarían como si hubiera cometido un crimen por existir. Ellos se colgaron la medalla de haber conseguido que alguien se curase en un periodo tan corto. Menos de una semana después estaba ingresada de nuevo en otro lugar mucho más apacible y respetuoso. Ahí recibí mi etiqueta final, o al menos la última que me acompaña.
Ha sido un camino largo y lleno de bastante dolor: mucho interno y también externo. También ha habido incomprensión y soledad. Me han infantilizado porque nadie me quería explicar nada, como si al decir el nombre de lo que me daban perdiera sus poderes curativos, como si fuera incapaz de entender las cosas.
¿Cuáles son tus etiquetas?
Te Lo Preguntas desde hace un rato, lo sé. ¿Qué etiquetas habrán sido todas las que me han llevado a escribir esto?, ¿las que me han ido quitando y poniendo?, ¿las que se han quedado conmigo? Pues a falta de una, debido al tiempo y el desgaste de la puerta tengo tres:
- Trastorno Límite de la Personalidad
- Trastorno Depresivo Mayor.
- Ansiedad Generalizada.
Las dos últimas, al parecer, se deben a la primera que es la que «manda». Cada una de estas etiquetas tiene otras por debajo llamadas «criterios diagnósticos», es decir no se pueden conseguir fácilmente en el mercado negro de etiquetas ni te la puede poner cualquiera. Tiene que pertenecer al grupo de los guays, los que llevan bata blanca.
Antes de mi última etiqueta me sentía perdida porque todas las demás estaban pegadas casi en el mismo sitio y todas esas chinchetas de «me-di-ca-ción» junto con los esparadrapos que se ponían y se quitaban en «terapia» (mal llevada o no gestionada correctamente) estaban demasiado cerca.
Recolocando las etiquetas:
Ahora que alguien las ha ido recolocando, dibujado una línea que une unas con otras y rodeado lo importante con tiza alrededor me siento mejor. Igual de «rara», no precisamente feliz por haber adquirido una etiqueta nueva pero si contenta de poder entender por fin qué me pasa. Me imagino que tú, persona que está leyendo esto, también es de ese tipo de gente.
Soy Licenciada en Psicología desde 2010 y en ningún momento, a pesar de mi formación en diversos temas de psicopatología y de tener motones de información a mi alcance en la biblioteca y no supe que tenía Trastorno Límite de la Personalidad (TLP para abreviar). Así que tampoco me extraña que el resto de batas blancas que he visto fueran incapaces de valorarlo como tal las primeras veces.
¿El problema? Que en muchas ocasiones se suele etiquetar el síntoma en vez de aquello que lo originaba y se escondía detrás.
En ocasiones pienso que mi etiqueta no es más que una forma poco común de relacionarme con el mundo o de reaccionar ante ciertos estímulos. Otras veces pienso que es obvio que tengo algún tipo de problema y que la medicación que tengo pautada es necesaria, pero siempre me queda una pequeña duda.
Etiquetas que no se van:
Hay etiquetas que se quedan contigo toda la vida y no influyen cuando eres adulto como aquellas de: era un niño muy movido, comía mucho de pequeño o hablaba poco; son de esas que se pueden cambiar e incluso llegar a olvidarse.
Hay otras que, a pesar de desaparecer, te persiguen toda la vida. Como cuando te preguntan en una entrevista de trabajo por un par de años en blanco y respondes «tuve cáncer» puede que no te cojan por miedo que lo desarrolles de nuevo y tener que cubrir tu baja o quizás te cojan pero que te quedes con aquello de «la que tuvo cáncer».
Las etiquetas pueden difuminarse u olvidarse pero nunca se van del todo. Quedan como una pequeña nota cubierta por otras más importantes hasta que alguna se cae y de repente resurge de la nada.
¿Qué significó para mí la etiqueta TLP?
Para mí, las etiquetas que me han ido poniendo a lo largo de mi infancia, adolescencia y vida adulta o terminaban de encajar. Hasta que descubrí que había una que englobaba a las demás y añadía otras cosas en las que nadie se había fijado. No puedo decir que me hiciera feliz recibir al TLP en mi vida y colgarlo en grande en mi puerta, pero ya era un solo clavo sobre el que se sostenía y pesaba menos. Supuso un gran descanso, como esas veces en las que el médico no sabe qué te pasa, te da medicinas pero ninguna te quita el dolor y después de mucho tiempo te da un diagnóstico y te dice cual es el camino para curarte.
No me hizo feliz, pero entendí muchas cosas. Para mí supuso un alivio saber que había más personas que compartían conmigo ese malestar y podíamos entendernos. Entonces hice muchas preguntas, leí mucho… me gusta empaparme de lo que me ocurre a mí o a mis seres queridos para poder ser un mejor apoyo o aportar soluciones si los veo mal.
Respecto al TLP te recomiendo la lectura de Diamantes en bruto escrito por Dolores Mosquera que es muy básico pero cuenta las cosas tal y como son de forma que aprendes mucho leyendo un solo libro en vez de pasar horas investigando por internet.
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